Circular: una fábula de Navidad
La semana pasada pasó por casa una pareja de couchsurfers motorizados, Sanne y Mark. Ella es danesa, alta y rubia; él australiano, con rastas. Llevan dos años y ocho meses recorriendo el mundo en moto; cruzaron toda Asia desde Vietnam hasta Europa, y allá metieron las motos en un avión y atravesaron el océano hasta Buenos Aires. Subieron a Brasil, bajaron por Uruguay y volvieron a Buenos Aires porque les había quedado pendiente el tango.
Su plan era seguir bajando hasta Ushuaia y después subir por la ruta 40. Pasé una noche fascinada escuchando sus relatos de viajes, y a la mañana siguiente desplegué mis mapas y les di alguna información sobre la larga ruta 3.
Mientras buscaba los mapas encontré una vieja guía de la ruta 40. Amo mis guías de viaje, son mi manera de viajar desde casa. Pero, razoné, ellos la necesitan más. Es altamente dudoso que vaya a viajar por la ruta 40 en el mediano plazo, y en todo caso, si se diera el milagro, ya veré cómo conseguir otra. Así que volví a la mesa con un mapa patagónico y una guía de regalo.
“¿En serio?”, dijo Mark, “¿estás segura?”.
Dudé. Me cuesta desprenderme de los libros. Pero dije sí, llévenla, va a ser más útil en el camino que juntando polvo en el estante.
“¡Muchas gracias! Está buenísima”, dijo Mark, hojeándola. “Pero los dólares quedátelos vos”.
Y ahí estaban, entre las páginas: un fajo de billetes con la cara de Washington. No una fortuna, pero sí lo suficiente para un pasaje a Brasil (mi mente mide la plata en tramos de avión, aunque en realidad se vaya toda a pagar las deudas).
Ni idea cuánto tiempo llevaban ahí. Solía esconder plata en los libros cuando tenía ahorros, hace algunos años. Puede que esa guía de la ruta 40 haya pasado tres mudanzas con los billetes adentro. Y si no se me hubiera ocurrido hacerla circular, seguirían ahí por los siglos de los siglos.
“Comprate algo lindo”, dijo Sanne, muerta de risa.
Por ahora, me compré una linda historia. Todo lo que va, vuelve. Todo lo que se queda quieto se petrifica.