“La palabra ‘compartir’ ha sido secuestrada” y otros hits del Kultursymposium

Kultursymposium Weimar

Pasó el Kultursymposium Weimar 2016 con su vendaval de información, sensaciones, propuestas. Durante tres días, del 1 al 3 de junio, fuimos parte de un compacto grupo de 150 invitados de todo el mundo que compartió 75 actividades, repartidas en 14 sedes a lo largo de la bella e histórica ciudad de Weimar, en el corazón de Alemania. Un lujo. Como en todo festival que se precie, la oferta superó por lejos la capacidad humana de atención: había hasta cinco propuestas simultáneas, entre conferencias, debates, charlas, performances, muestras artísticas y obras de teatro, desde las 9 hasta la medianoche. Todo el tiempo estábamos perdiéndonos algo importante, y había mucho que perderse.

El centro y los márgenes: corrección política y realidad

Entre los oradores más reconocidos se superponían Jeremy Rifkin, Yochai Benkler, Evgeny Morozov, Eva Illouz, Tomáš Sedláček, Ute Frevert, Joseph Vogl, Harmut Rosa, Rachel Botsman (desde Sydney). Escucharlos fue como asomarse a los libros; un poco increíble, muy estimulante, a veces decepcionante, y muy rico en los casos en que llegaron a sacarse chispas. Pero, como siempre, lo más interesante sucedió en los márgenes.

El pelotón de los otros 140 invitados se reveló como un cofre de tesoros inesperados; la cuasi convivencia durante tres días nos llevó a compartir e intercambiar -experiencias, palabras, contactos, cerveza- en ámbitos informales, desde el desayuno hasta la noche. Fue maravilloso poder dialogar sobre colonizaciones y descolonizaciones con gente como Nandita Palchoudhuri, de la India, y Joel Grigolo, de Brasil; recorrer las huellas soviéticas en Weimar junto a Tatiana Barchunova, de Siberia; conocer los sistemas de participación ciudadana de Finlandia y el movimiento de ocupación de espacios de Riga; pensar la ciudad junto a los arquitectos de los colectivos Basurama y Todo por la Praxis, de Madrid; escuchar las preguntas de los activistas de Indonesia; entrevistar al académico israelí John Nicholas con su propio iPhone; recibir una visita guiada a Loomio por su creador, el neocelandés Richard Barttlet; almorzar junto a representantes de OuiShare de Berlín, La Haya y París.

Fue genial conocer a los anfitriones: el equipo organizador, desde el director hasta los fotógrafos y diseñadores; las decenas de personas de institutos Goethe del mundo; Luise Tremel, de la fundación Futurzwei, coordinadora del riquísimo espacio Sharing Ideas; los estudiantes de Weimar, activos colaboradores de los espacios artísticos y de celebración. Y también por supuesto resultó fundamental la traducción simultánea, constante y colaborativa de la experiencia que hicimos con los compañeros del sector Mercosur: Adriana Benzaquen de Minka y el académico Ricardo Orzi por Argentina, y Aline Bueno y Joel Grigolo, de la Associaciao Cultural Vila Flores, Brasil, ya invitados al encuentro Comunes. Fue interesante comprobar que si bien la paleta de invitados era plural y variada, en general los invitados centrales, los de las grandes sesiones, eran hombres europeos.

Pasados unos días, lo que más brilla en la memoria son las preguntas y tensiones que fueron tallándose colectivamente a lo largo de tantas charlas en tantos idiomas. La lección más importante, quizás, fue que no todos estamos hablando de lo mismo. Todavía vivimos en un mundo ferozmente físico, donde el espacio determina las condiciones materiales de vida y también los horizontes del pensamiento; por más globalizados que estemos, no se piensa igual desde el corazón de la cultura europea que desde el sudeste asiático, África, Argentina. Aquí algunos puntos centrales.

La «sharing economy» secuestró la palabra compartir

Plenum Kultursymposium Weimar

Después de tres días, nos reunimos en el “Plenum”, la actividad de cierre. Se convocó a una docena de participantes de todo el mundo a resumir el encuentro en una frase; y después se abrió el micrófono a la platea. De muchas maneras diferentes, se recopiló lo dicho en la mayor parte de las sesiones: que compartir es un concepto amplio, complejo, diverso y variado a lo largo y ancho del mundo y las épocas.

Se registró un cierto hartazgo hacia la “sharing economy”, que monopolizó una conversación concebida originalmente de forma más rica. El mismo director del Kultursymposium, Andreas Ströhl, se mostró sorprendido acerca del lugar preponderante que la sharing economy había tomado en la conversación, y dijo que había extrañado “escuchar algo más sobre el intercambiar”. Maung Day, poeta y artista visual de Myanmar, propuso hablar de “sharings”, “compartires”: no hay una sola forma de compartir. Y otra participante, una estudiante de Weimar, reprochó con enojo: “La ‘sharing economy’ secuestró la palabra compartir”.

Esto refleja un reclamo cada vez más compartido, valga la redundancia: el de recuperar el compartir como un valor, y no como una etiqueta desprovista de sentido en tanto se aplica a empresas con valores tan capitalistas como Coca Cola. Se reprochó que había habido demasiada conversación en torno a Uber, Airbnb y la “sharing economy” en tanto modelo de negocios, y demasiado poca acerca de cómo buscar un mundo más justo. El arquitecto ecuatoriano David Barragán, del colectivo Al Borde, reclamó “estar atentos a quién se beneficia con el compartir”. Otra estudiante alemana exigió “ir más allá de la sharing economy, incluso si hay que cuestionar a los auspiciantes”, y lo definió como un movimiento “difícil pero necesario”. Un participante de Indonesia resumió: las ideas de compartir e intercambiar son un campo de batalla, y es esencial tratar de llegar a un acuerdo.

Finalmente, Claudia Penseler, del movimiento Weimar en Transición, se plantó: “Si la ‘sharing economy’ es una extensión del capitalismo, no sirve. Mejor hablemos de buen vivir”. Y otro participante preguntó en voz alta si la “sharing economy” es una versión 2.0 del capitalismo. Lo cual nos llevó una vez más al gran elefante en la habitación. Carlitos Marx not dead. Ni mucho menos.

Un fantasma recorre el Kultursymposium:  ¿parche o bomba al capitalismo?

Jeremy Rifkin

La pregunta central que sobrevoló a todo el encuentro, muchas veces implícita, fue esta: ¿Estamos hablando de parches al capitalismo para hacerlo más inclusivo, o de una (o varias) alternativa(s)? La economía colaborativa, ¿es postcapitalismo, precapitalismo, hipercapitalismo u otra cosa?

Puede sonar como una disquisición retórica menor: no lo es. El contraste entre pensar en enmiendas y en cambios de paradigma estuvo latente todo el tiempo. Ya en la apertura, en la primera discusión, y con la misma evidencia, Tomáš Sedláček buscó demostrar que la mayor parte de nuestras vidas ocurre por carriles desmercantilizados, en un rapto de optimismo, mientras que Eva Illouz mostró una visión sombría de los efectos del capitalismo en la comoditización de las relaciones humanas. Un rato más tarde, Jeremy Rifkin dio su conferencia acerca de la tercera revolución industrial, la tesis que desarrolla en su libro La sociedad de coste marginal cero como postcapitalismo: que el mismo desarrollo  capitalista nos ha llevado a tecnologías que nos permitirán habitar una era de la abundancia, a partir de la fusión de la internet de las cosas, de la logística y de las comunicaciones aprovechada de manera eficiente por las compañías de la «sharing economy». Fue una charla teñida de optimismo, en el límite con la ingenuidad y el solucionismo tecnológico, esa tendencia a pensar que la tecnología lo arreglará todo por sí misma, sin tener en cuenta las luchas humanas por el poder. En ese sentido, Rifkin no cuestionó al capitalismo, pero sí documentó la paradoja de cómo el mismo sistema produce herramientas que lo modifican.
Al día siguiente, Adriana Benzaquen, de Minka, lo confrontó durante la charla Economía colaborativa en América latina: “¿Para qué compartimos? No compartimos para hacer empresas que ganen dinero. Lo hacemos para crear otra manera de vivir. Trabajo con gente de 11 países, y ninguno de nosotros está buscando un parche al capitalismo, sino crear otro sistema que lo mejore. Por eso no me gustó lo que dijo Rifkin ayer”.

Microemprendedores vs cooperativas de plataforma

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El jueves por la mañana, Rachel Botsman (en videoconferencia desde Sydney) volvió a presentar su esquema de la economía colaborativa, donde predijo “el alza del microemprendedor”: la idea de que hoy todos podemos presentarnos como empresas en el mercado. Cuando el indio Nishant Sha, presente en el E-Werk de Weimar, le dijo que le preocupaba que en la economía colaborativa las personas fueran vistas ya no como quienes comparten sino como el recurso humano a compartir, es decir la fuerza de trabajo a maximizar, Botsman respondió que a ella también le preocupaba. Cuando una participante indonesia le preguntó por el modelo de cooperativismo de plataforma, Botsman fue elocuente: «Creo que puede ser el futuro pero falta un largo camino. Es una cuestión de marketing y marcas, si algo sale mal siempre buscamos al responsable», dijo primero, con cautela. Después avanzó: «Creo que veremos más distribución del valor. Pero creo que habría que matar el término «cooperativismo de plataforma», perdón, pero sencillamente no funciona. Uber existe, la historia no se puede revertir”.

El viernes por la tarde, en el mismo espacio del E-Werk, el estadounidense Trebors Scholz y el belga Dirk Holemans conversaron precisamente sobre cooperativismo de plataforma con  una orientación opuesta: la idea de fondo es que no hay por qué admitir plusvalía en el siglo XXI. «La próxima vez que alguien les muestre una nueva app, pregúntenle: ¿y eso en qué beneficia a los ciudadanos?», se despidió Scholz. Holemans, quien presentó el caso de la ciudad de Gent (Bélgica) como modelo de colaboración, planteó unas preguntas – faro para pensar la «sharing economy”, una etiqueta que engloba más de un modelo: “¿Quién posee? ¿Quién se queda con el valor creado? ¿La lógica rectora es suficiencia o crecimiento?” Son tres preguntas simples, pero van hasta el hueso en la discusión sistema-antisistema. Y dejó otra de postre: “¿Qué tan grande es suficientemente grande? ¿En qué punto el crecimiento  se convierte en demasiado?”

Los comunes y la pregunta por la sustentabilidad

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Una de las pocas actividades del Kultursymposium que traía al capitalismo en el título era la  charla de Yochai Benkler, “Comunes, cooperación y el futuro del capitalismo”. De paso, Benkler también fue casi el único en hablar de forma directa de los bienes comunes o procomún (commons). Su tesis es que la producción de pares, que alimenta el procomún, desafía el modo de producción y acumulación capitalista. Sin embargo, este modelo, nacido con el software libre y aplicable a toda la economía del conocimiento y lo digital, está tardando en llegar al mundo material. Aún más: en tiempos de big data y vigilancia global, está costando bastante mantener libre del abrazo de oso del mercado lo que hasta anteayer considerábamos del dominio de la vida privada: los datos médicos, la información que producimos a cada paso, cada clic.

Al igual que en Comunes y en tantos otros encuentros, en el Kultursymposium se discutió también cuál es la sustentabilidad de la producción de pares. Puntualmente ocurrió en la conversación que Yochai Benkler mantuvo con el académico alemán Andreas Wittel. «Hay un problema con el trabajo», arrancó Wittel. «La gente que contribuye en Wikipedia puede hacerlo porque tiene otro trabajo que le permite vivir, y tener algún tiempo libre para donar». «No podés parar tu compromiso con el commons porque tenés que trabajar», se lamentó Benkler. «El problema no está resuelto. El problema central sigue siendo cómo hace la gente para ganarse la vida». Y concluyó: «Este cambio requiere intenso esfuerzo sostenido. Si no, no sucederá por sí mismo».

La sesión más instructiva del Kultursymposium

En el último rato del último día del encuentro, justo antes de la reunión plenaria, elegí, de todas las opciones, meterme en un debate llamado «Capitalismo inclusivo». El programa prometía una conversación acerca de cómo el capitalismo puede hacer para mejorar el mundo: «¿Qué pueden hacer los negocios para contribuir al desarrollo del bienestar económico? ¿Qué soluciones basadas en el mercado hay para desafíos sociales en campos como educación o salud?». Entré atraída por la idea de escuchar otra vez a Tomáš Sedláček, que me había parecido interesante en la apertura. Lo acompañaban, según el programa, Willi Steul, director de la Radio Nacional de Alemania, y Stephan Frucht, encargado del programa de arte de Siemens. Es decir, entendí demasiado tarde, dos representantes de los grandes auspiciantes del evento (había otros, como Volkswagen y Merck).

Fue un encuentro desconcertante. Llevábamos tres días de intercambios amables y cosmopolitas, y yo creía que había ciertos puntos que dábamos por sentados. Sorpresa: no.

Estaba empezando a sorprenderme cuando tomó la palabra Willi Steul, el director del Radio Nacional Alemana. Ante una pregunta bastante poco aguda de la moderadora, «¿de qué hablan con sus hijos en sus casas por las noches?», Steul dijo estas palabras:

La conversación pasó brevemente a Stephan Frucht, quien contó sus experiencias al frente de la división de arte de Siemens, creando orquestas para niños en todo el tercer mundo. Eso motivó otro simpático comentario de Willi Steul.

Lo dijo como si de verdad esos objetivos ya estuvieran cumplidos.  Es fácil entender por qué: lo están en Alemania, y en algunos otros países de Europa occidental.

Steul despotricaba contra los que piden que se publique cuánto gana Ángela Merkel, o él, que para el caso era lo mismo. «Todos quieren saber cuánto gana la canciller Merkel o cuánto gano yo. Eso es envidia, ¿por qué no piensan en cuánto produzco? ¿por qué no se enfocan en ganar más ellos?»

A esta altura los panelistas empezaban a parecerse a una caricatura del neoliberal encarnado.

Esta fue Ren, una estudiante alemana que les echó en cara cómo podían estar tan tranquilos y no preocuparse por el cambio climático, entre otras amenazas. La respuesta de Steul subió la apuesta: «Tratar de arreglar los problemas de la otra mitad del mundo desde aquí son utopías lejanas que hacen perder el tiempo. Mejor que cada uno se enfoque en su trabajo».

Era muy fuerte escuchar cómo decían esto con total convición, sin una sombra de duda acerca de la desconexión entre su bienestar alemán y el malestar de buena parte del mundo.

Y los increpó fuertemente. Fue Margaux Mira-Delefortrie, la creadora de Timebank, de Bélgica. «Quiero agradecerles. Veo tres hombres blancos autosuficientes hablando de lo bien que va el mundo, y me da tanta ira que me recuerda por qué lucho. Gracias».

En ese momento las cosas se pusieron espesas. La moderadora, una señora del Goethe-Institut que había escuchado con una sonrisa y sin despeinarse eso de que no hay ningún problema con la desigualdad, dijo que no correspondía la agresión gratuita. Stephan Frucht, de Siemens, destacó la gran misión global de su compañía ayudando a los niños de los países más pobres. Nandita Palchoudhuri, de India, preguntó: «¿Qué nos hicieron antes para ahora tener que ayudarnos?», pero como no tenía micrófono, nadie la escuchó. Yo conseguí el micrófono y dije con el tono más calmado que pude que quería, con todo respeto, preguntar por el nombre del panel: creía que se iba a hablar de cómo hacer más inclusivo el capitalismo, era impactante ver que su posición era considerarlo perfecto así como está. La respuesta de Stephan Frucht fue soñada por Brecht:

Lo dijo con tanta inocencia, con tanta frescura, que nos dejó a todas calladas, nosotras las de los países erróneos. Y ahí la moderadora tuvo el tino de cerrar el panel. Salimos al patio temblando de furia. Pero cuando bajó la espuma, me di cuenta de que Margaux tenía razón: había que agradecerles. No por la furia, que no lleva a ningún lado, sino por mostrar en carne y hueso ese pensamiento que no conecta en lo más mínimo la riqueza de algunos con la pobreza de otros, que no necesita tener mala intención para destruir.

Estas caricaturas de empresarios eurocentristas fueron una representación excepcional: ideología con patas. Para los que nos proponemos cambiar algo a partir de la difusión de información, son reveladores. Si no los hubiera visto con mis ojos, jamás podría creer que es necesario explicar y seguir explicando, sencillamente, por qué el hecho de que el 1% de la población mundial concentre el 56% de las riquezas trae problemas.

De yapa, demostraron lo difícil que resulta imaginar una realidad que no se ve, los «problemas lejanos» que el capitalismo ha logrado patear al patio trasero del mundo, a buena distancia de sus centros de confort y creación de discurso. Lo que no se ve no se entiende, no existe, no se cambia: no hay mejor problema que el problema invisible. Por eso es necesario seguir contando, juntándose, tratando de hacer sentido.

Gracias, Kultursymposium, por todo, y sobre todo por las contradicciones. 

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