Disparen contra Uber
Este artículo se publicó originalmente en Agencia Télam el 3 de febrero de 2015.
Ya está reclutando conductores en Buenos Aires, una de las pocas ciudades importantes del mundo en las que todavía no opera. Cuesta entender si el desembarco de la polémica Uber, que puso patas para arriba la industria de los taxis en todo el mundo, será un paso adelante en la cultura colaborativa o una movida del capitalismo más recalcitrante. La gallina de los huevos de oro de la sharing economy, valuada en 41 mil millones de dólares, es el paradigma de un nuevo modelo de trabajo en expansión: lo que la revista The Economist llamó la economía on demand, alabada y resistida por igual.
¿Qué es Uber? Una aplicación web (app) que permite pedir un auto desde el celular, chequear su trayectoria mientras va llegando y pagar automáticamente con tarjeta de crédito, en general, menos de lo que se le pagaría a un remís. Una plataforma que conecta a gente que necesita ir de un lugar a otro con conductores dispuestos a llevarlos, y les permite calificar a la contraparte en una escala de una a cinco estrellas, en un sistema similar a MercadoLibre. Como los conductores (al menos en los servicios UberX o UberPop) no necesitan licencias de taxistas o remiseros profesionales, configuran una red de transporte alternativo desregulado que compite contra los instalados sindicatos de taxistas (según ellos, de manera desleal). Es la niña mimada de Silicon Valley, una inmensa y controvertida mina de oro que cambia el paradigma de los servicios de movilidad al combinar las tecnologías de comunicación y geolocalización.
Con un staff de apenas 1700 empleados, hoy Uber ofrece viajes en 250 ciudades de 54 países, a través cientos de miles de “socios conductores”, como la compañía los llama. Se la elogia por mejorar la experiencia del usuario, la eficiencia en el uso de los autos y crear trabajo. Pero al mismo tiempo cosecha cada vez más críticas, que van desde su manejo empresarial hasta la actitud machista de su fundador. Hoy son muchos los que quieren despegar a este gigante de los negocios del movimiento de economía colaborativa, para evitar quedar salpicados por sus desmanes de capitalista depredador.
Un nuevo modelo
Uber nació en 2010 como una start up tecnológica para pedir autos de alta gama desde teléfonos inteligentes en San Francisco, California, donde era casi imposibe conseguir un taxi. Ante el rápido éxito, su fundador, Travis Kalanick, enseguida abrió el juego a coches más baratos: cuaquiera con un auto puede ser un conductor. Recibió capital de riesgo de Google Venture, Goldman Sachs, Menlo, Benchmark, Jeff Bezos y el gigante chino Baidu, entre otros. En 2011 se expandió por Estados Unidos; en 2012 cruzó a París, y luego a Londres, Canadá y Australia. En 2013 desembarcó en Asia y África; en 2014 se expandió a China y a América latina, donde hizo pie en en las principales ciudades de México, Panamá, Colombia, Brasil, Perú y Chile (en Argentina funciona ya Easy Taxi, una compañía que compite con Uber, pero que involucra solo a taxistas profesionales y con licencia). En todo el mundo, las regulaciones locales presentan batalla; la compañía sigue la política de actuar primero y negociar después, con un desprecio olímpico por las leyes que evade.
Dicen que el secreto de su éxito está en la experiencia del usuario, que en vez de tener que salir a buscar un taxi, o llamar un remís y rezongar porque no viene, puede encargarlo desde su teléfono con tarifa preacordada, controlar la trayectoria y pagarlo con tarjeta. También, que el hecho de que se califique el viaje hace que los conductores sean más atentos y los coches estén en mejor estado.
¿Por qué podría considerarse a Uber parte de la economía colaborativa? Porque permite a muchos conductores no profesionales ofrecer sus vehículos y su tiempo ocioso para ganarse unos pesos, y optimiza el uso de los autos. Porque a través de las calificaciones crea un sistema basado en la reputación entre pares. Y porque ofrece la red de transporte más grande del mundo sin poseer ni un solo auto, sin registrar como empleado a un solo chofer: su éxito depende de crear acceso y comunicación, no de la propiedad de bienes de capital. El economista Arun Sundararajan propone considerarlo “como una franquicia digital” . Uber se presenta como plataforma de contacto entre particulares, y este modelo de negocios ha sido extensamente copiado por otros rubros, que se presentan como “el Uber de”… de cualquier cosa: los servicios de limpieza, la comida, los médicos, hasta de la marihuana. “El Uber de” se traduce por “el sistema que te permite pedir con un clic desde tu teléfono el X mejor y más cercano”. Se habla ya de una “uberificación” o “uberización” de la economía, que descentraliza y distribuye los negocios en un mundo de microemprendedores.
Pero, ¿de verdad los distribuye? Aquí vienen las críticas: Uber se comporta de una manera ferozmente capitalista con su información y sus ingresos. Por ejemplo, el precio de los viajes no está regulado por las autoriades locales (como los taxis porteños) ni tampoco determinado por los conductores; un algoritmo de la compañía mide la oferta y la demanda, y genera precios en función de esta ley de mercado. Así, en la noche de Año Nuevo o en caso de tormenta los precios se disparan; en épocas de baja demanda, los viajes pueden ser tan baratos que no valga la pena tomarlos. Pero el conductor que rechaza viajes pierde puntos y queda peor posicionado; incluso se dice que la compañía suspende a los que rechazan viajes y expulsa a los que promedian menos de 4,7 sobre 5 estrellas.
Los “socios conductores” son freelancers que cargan con todas las obligaciones y costos del auto (mantenimiento,combustible, seguros), sin beneficios sociales ni sindicato que los defienda. Pero no cuentan a cambio con la mítica libertad del taxista independiente, ya que Uber decide unilateralmente tarifas y comisiones y procesa los pagos de forma electrónica. De paso, la compañía acumula información de viajes y números de tarjetas de crédito de millones y millones de pasajeros de todo el mundo. Se dice que ese sería el próximo paso: aprovechar a esos millones que ya conectaron sus bolsillos a la app para venderles literalmente cualquier cosa, a domicilio, en cinco minutos y a un clic de distancia.
Contra todos
En 2013 y 2014, los años de su crecimiento exponencial, Uber tuvo complicaciones en todos los frentes. Primero se enfrentaron con los sindicatos de taxistas y distintas instancias de gobiernos, un clásico en la economía colaborativa que también afecta a Airbnb. Después los propios conductores de Uber encabezaron protestas por las condiciones de trabajo. Finalmente, los mismos usuarios empezaron a quejarse del trato de la compañía, de la falta de seguridad, del tenor de sus publicidades y de sus (malas) políticas de privacidad de datos; los últimos meses fueron un raid de conflictos.
Problemas con el statu quo y las leyes
Los primeros en quejarse fueron los sindicatos de taxistas de las grandes ciudades, que alegaron que permitir que personas sin licencia y que no pagaban impuestos cobraran por llevar gente en sus autos era competencia desleal. Es la clásica protesta contra la economía en negro, que en muchas ciudades, como Barcelona, llegó a generar importantes complicaciones (y a dar el tiro por la culata: la huelga de taxistas disparó el uso de Uber). Solo en California se abrió una regulación ad hoc que obliga a los conductores a registrarse, pasar algunos controles y pagar algunos impuestos, como una negociación a mitad de camino con lo establecido; en el resto del mundo, lo más común es el conflicto. En 18 países, de Estados Unidos a Tailandia, los gobiernos tanto locales como nacionales prohibieron o multaron a Uber alegando ilegalidad por cuestiones impositivas, problemas seguridad de los pasajeros y responsabilidad civil, con resultados desparejos. En España, Francia y Alemania se prohibió en distintos momentos el funcionamiento de la red; en cada lugar la medida fue apelada por Uber con distintos argumentos. En Seúl fueron más allá: condenaron a Kalanick a pasar dos años en prisión. La compañía mata estas medidas con la indiferencia, y en muchos casos pasa a operar fuera de la ley. Es tantísimo el dinero que entra en Uber -unos 20 millones de dólares por semana, estimados hace más de un año- que pagar las multas es apenas un rasguño colateral.
Problemas con sus propios conductores
Los conflictos con modelos de negocios establecidos son el día a día de la economía colaborativa. Lo que hace sonar la alarma de otra manera son las quejas de los propios conductores de Uber, que no se sienten emprendedores empoderados sino víctimas explotadas. La compañía clama que no son sus empleados, pero esto no está tan claro para los miles de choferes que protestaron en distintas partes del mundo por maltrato, bajas tarifas y comisiones de hasta un 28 por ciento. No se sentían parte de una red, sino, al contrario, aislados, desprotegidos y controlados por un “gran hermano” que se arroga el derecho de decidir cuánto van a cobrar por su viaje, y cómo tienen que portarse para conseguirlo. La fantasía de la “plataforma p2p” deja fuera de juego la sindicalización, la tradicional herramienta de los trabajadores contra sus empleadores. “Ganamos menos que el salario mínimo. Nuestro pedido número uno es que cuiden a los conductores, que no los descarten; Uber debe recordar que sin nosotros no es nada”, reclamaron en San Francisco. Pero para Uber no hay “sus” conductores, sino “contratistas independientes”, sin responsabilidades ni reparto de las ganancias de parte de la compañía. Este es uno de los puntos más criticados por los teóricos de la economía colaborativa, como Lisa Gansky, que reclama que “las compañías deben empezar a compartir más valor con quienes las hacen valiosas”: esto es, revisar y democratizar el esquema de las ganancias. O, al menos, trabajar para hacer sentir a sus “socios” parte de una comunidad, algo que Airbnb ha desarrollado mejor. Pero la cultura empresarial de Uber no trabaja los lazos humanos: de hecho, como Google es uno de los grandes inversores de Uber, ya se aventura como un futuro posible que en unos años la empresa se deshaga de las quejas de los conductores gracias a coches autónomos, sin chofer.
Problemas con los usuarios
En los últimos meses, hasta los pasajeros empezaron a quejarse. Todo empezó por los precios: la política de subir las tarifas cuando aumenta la demada generó ira al aplicarse a situaciones delicadas, como la toma de rehenes en el centro de Sydney en diciembre. La compañía después se disculpó y hasta devolvió dinero a los pasajeros, pero el daño en la reputación ya estaba hecho.
Otro escándalo llegó en julio, cuando se filtró la información de una guerra sucia entre Uber y Lyft, su principal competidor. Según se dijo, empleados de Uber saturaron la red de Lyft con pedidos que luego cancelaban, y otros trataron de reclutar a los conductores de Lyft para pasarse a Uber.
En octubre, Buzzfeed denunció que en la ciudad francesa de Lyon Uber se promocionaba un plan llamado “aviones”, donde se proponía viajar en autos conducidos por mujeres sexis, en lo que se interpretó como un coqueteo con la prostitución. Fue la gota que colmó la paciencia para quienes vienen siguiendo las decisiones agresivas y egoístas de la compañía, liderada por su fundador Travis Kalanick, con fama de machista y arrogante. Y las cosas se complicaron cuando un ejecutivo de Uber dijo en público en una reunión -él asegura que en chiste- que Uber juntaría información sobre los periodistas que los criticaban. Es un punto muy sensible, ya que la compañía puede rastrear todos los desplazamientos de sus clientes (bueno, como en Argentina con la tarjeta SUBE), y la experiencia indica que no tiene una cultura de respetar reglas. Toda la prensa y los defensores de la privacidad de datos apuntaron sus cañones contra Uber y su dudoso uso de la información -incluyendo tarjetas de crédito- de millones de personas de 54 países.
Como si fuera poco, en diciembre pasado una mujer fue violada por un conductor de Uber en Nueva Delhi. El hombre había estado preso por ataque sexual en 2011. Esto reavivó las críticas desde el punto de vista de la seguridad, y miles de personas reclamaron mayor control de la compañía sobre el historial de los conductores.
Como toda respuesta, Kalanick contrató a David Plouffle, responsable de la campaña de Obama, para lavar la imagen de Uber. Los resultados pudieron verse hace unos días en la conferencia Digital Life Design, en Munich, donde el CEO aseguró que la compañía buscará trabajar junto a los gobiernos europeos para ajustarse a derecho. Kalanick destacó el costado colaborativo de Uber: cómo puede ayudar a reducir la huella de carbono y crear trabajos. Este tono conciliador es toda una novedad en un empresario que solía hacer gala de su arrogancia.
¿Colaborativo o no?
En julio pasado, Seúl, autoproclamada Sharing City, prohibió el funcionamiento de Uber. Neal Gorenflo, uno de los principales teóricos de la economía colaborativa, lo aplaudió: “Por qué prohibir Uber hace de Seúl una ciudad todavia más compartible”. Su argumento es que una compañía global que busca monopolizar y concentrar dinero, poder e información de todo el mundo en pocas manos va en contra del espíritu colaborativo, que tiende a multiplicar, descentralizar y hacer local la riqueza.
Quizás el problema venga de confundir lo colaborativo con un esquema comercial, tal como apunta el español David de Ugarte desde Las Indias. Decir “economía del compartir” queda mucho más lindo que “economía a demanda”, pero se cae en el riesgo del “share washing”: la palabra compartir como un mero truco de marketing. Si las plataformas que ofrecen servicios de particulares siguen concentrando las ganancias para los inversores de siempre, si desarrollan prácticas comerciales desleales y agresivas, con mucha más competencia que colaboración, no hay nada ahí que se diferencie del famoso capitalismo salvaje. Lo resume bien el catalán Albert Cañigueral: “Uber pone sobre la mesa el debate sobre el sistema del transporte, pero no cumple con los valores colaborativos”.
Mientras el debate se recalienta, millones de personas en el mundo usan la red. Y esto recién empieza: Uber ya coquetea con la implementación de servicios de salud, logística y delivery de comida a demanda. La “uberización” parece estar llegando para quedarse; lo que no está claro es si se consolidará en manos de un solo gigante. Es una visión distópica: Uber y Google controlando todos nuestros desplazamientos, consumos y gastos.
Ojalá las comunidades logren orientar las ventajas de este sistema hacia un uso virtuoso y positivo. Algo es seguro: como con cada apertura a sistemas p2p, no hay vuelta atrás. Y si Uber hace las cosas mal, decenas de compañías aprenderán de sus errores.