El caso rappitenderos: la crisis de identidad del microemprendedor precarizado

Rappitendero dibujado

Hace unas semanas, los trabajadores y trabajadoras de / que trabajan con / por medio de / la plataforma Rappi protagonizaron un acto histórico: la primera huelga de trabajadores de plataformas en Argentina.

Los hitos de su organización pueden seguirse a través de su cuenta de twitter, @RappiCABA. Pero leer sus tuits también permite notar otra cosa: cómo los trabajadores de Rappi se construyen alternativamente como un colectivo con conciencia de clase que exige sus derechos, y como “microemprendedores” que difunden las bondades del servicio que cumplen con lenguaje marketinero. O quizás lo hagan simultáneamente: todo junto al mismo tiempo.

No está simple el tema de agenciarse una identidad en este siglo. La relación directa entre trabajo, medio de vida e identidad que funcionó hasta hace unas décadas ya no nos sirve. Se rompió. Quizás para bien, quizás para mal, y probablemente las dos cosas; el hecho es que ya nadie se define por su rol en la división de las tareas. O, como mínimo, que esa definición queda corta.

En un punto es una liberación: nadie fue nunca simplemente “obrero”, “maestra”, “médico”, “arquitecta”, “taxista”. Somos múltiples. Pero esto se vuelve cada vez más patente en una época en que las profesiones que se estudian de manera formal están en extinción, y las formas en las que conseguimos el sustento -así como las cosas que hacemos, también sin fines de lucro- muchas veces todavía no tienen nombre.

Soy rappitendero

El caso de los “rappitenderos” porteños -que así se hacen llamar los repartidores de Rappi, con el término que les ofrece la app de la empresa, “Soy rappitendero”- es ilustrativo. 

Su cuenta de Twitter, @CABARappi, se estrenó con este tuit:

 

La cuenta fue creada ad hoc durante un conflicto laboral, con la doble función de comunicar a los trabajadores entre sí y de dar a conocer la situación hacia afuera. El tuit contiene fragmentos de la retórica sindical, como “juntos somos invencible”, o incluso la cita a la asamblea. Pero hay algo en la construcción de identidad que chirria.

Desde el vamos, usan como colectivo el nombre que la empresa les asigna, “rappitenderos”. Los “rappitenderos” como identidad social, no son necesariamente empleados, ni trabajadores, ni obreros, ni mensajeros… son “rappitenderos”; tienen a la empresa tatuada. Esta simbiosis entre trabajadores y empresa es propuesta por la misma corporación en su sitio web dedicado a reclutamiento, “Soy rappi”.

Un panadero puede cambiar de panadería sin dejar de ser panadero; un “rappitendero”, no. Tampoco puede asociarse con trabajadores de otras compañías similares -Glovo, PedidosYa- bajo un mismo nombre. El atributo del término no caracteriza a quien lo lleva por sus rasgos, ni siquiera por su rol productivo, sino por su relación con una firma en especial. Si perdemos la relación con la empresa, no somos nada; hasta cuesta entender si la palabra debería escribirse en minúscula o en mayúscula, en tributo al nombre propio. Hace falta acuñar una identidad social un poco más amplia para poder pensarse junto a otros.

Aquí ya se habla sin vueltas de sindicato y delegados. Pero unos tuits después se lee esto:

El nudo del problema, clarito en la confusión que transmite la cuenta de Twitter, está precisamente en la falta de espacio de construcción social por fuera de los términos de la empresa. Por fuera del aparato simbólico de la empresa, nada. Por eso, el nombre de usuario que se ve es “RappiTenderosCabaOficial”. ¿Cómo “oficial”? ¿Está avalado por la empresa o no? En segundo lugar, el avatar que los representa es el logo mismo de la compañía. Como si no hubiera posibilidad de pensar en los repartidores de Rappi por fuera de la empresa; como si no fueran más que una función de la plataforma, con su sonrisa dibujada y su amabilidad impuesta con amenazas.

RappiTenderos_logo

Pero precisamente la cuenta de Twitter nace porque ellos necesitan construirse como colectivo de trabajadores, y para eso. Y sin embargo, no por luchar por sus derechos laborales -o, al menos, por algunos de ellos- dejan de ocuparse de sus responsabilidades de “microemprendedores”: ponerse la máscara de la amabilidad y promocionar el servicio. Porque si no trabajan, no comen, y aparentemente la empresa tampoco tendría tan bien resuelta la cuestión del marketing como para que ellos puedan relajarse y dedicarse solo a pedalear. Ni entremos en la tristeza que da ese intento de discurso marketinero con fondo rosa con corazones, tildes ausentes y gramática dudosa.

Lo fuerte es que el trabajo de Rappi tiene mucho de personal, de interacción -y depende mucho, también, de propinas-. En sus chats con los clientes, los “rappitenderos” tienen nombre de pila pero no apellidos, como los empleados de MacDonalds o de las grandes tiendas. Y tienen que ser extremadamente amables. Casi como bots, o sea robots. Robots de carne y hueso.

Bullshit jobs, pero ¡con pasión!

Y en este punto cabe preguntarse en qué trabajo no nos piden que seamos robots, a veces más, a veces menos. Al fin y al cabo, lo que importa es que resolvamos determinado encargo. Tal como postula David Graeber en su ensayo Bullshit jobs (Trabajos de mierda), la ciencia ficción y el solucionismo tecnológico nos prometieron que los robots se encargarían de todas las tareas repetitivas y rutinarias, y hasta nos amenazaron con eso. Y lo que encontramos en 2018 es que los trabajos más miserables, sea repartir comida bajo la lluvia o coser camisetas en talleres textiles de Taiwán o el bajo Flores, siguen a cargo de seres humanos. Humanos que cuestan más baratos que robots.

Esto -la explotación- no tiene nada de innovador; es más vieja que andar a pie. Lo nuevo es que se nos pida un plus de entusiasmo, y una apropiación, casi una incorporación. Lo que el siglo XX llamó ponerse la camiseta: que no sólo hagamos el trabajo, sino que lo incorporemos como un elemento propio, que nos constituye. Que sintamos que lo elegimos. Que estemos orgullosos.

Un paso más allá de la camiseta, el tatuaje: soy rappitendero. Un pasito más, y es número marcado con hierro al fuego.

Por supuesto, nadie le pediría este plus emocional a un trabajador en mayor o menor grado de esclavización en, pongamos, una factoría textil. Quien está allí sabe que lo hace porque no tiene otra opción: porque necesita el mísero salario para subsistir, o incluso porque cerraron la puerta y la trabaron por fuera. No es el caso de los trabajadores y trabajadoras de (¿asociados a?) las plataformas, que se suponen “independientes”. Así se genera un hermoso efecto de disforia de clase, de síndrome de Estocolmo: “No reparto pizza en la lluvia porque necesito la plata, sino porque tengo pasión por ayudar a los clientes”. Lo que los oradores motivacionales y las notas sobre millenials llaman “propósito”. Un fetiche para hacernos olvidar que alquilamos nuestros cuerpos, mentes y almas por plata. Y, de paso, para pagarnos menos.

Es cierto que los “rappitenderos” no son repartidores a secas. Las habilidades que su puesto requiere no se terminan en manejar la bicicleta: hay que tener capacidad interpersonal para interactuar con clientes y proveedores, manejar el chat de manera aceptable, y desde ya estar alfabetizado digitalmente y contar con un celular relativamente actual. Este plus de capacitación y virtudes no es pagado por los patrones incorpóreos de Rappi: el mercado, con su mano invisible, acomoda a estos trabajadores escolarizados en la base de la pirámide de ingresos. ¿Hay explotación cognitiva en los rappitenderos, o solo física? ¿Se puede hablar de explotación cuando son los propios trabajadores los que eligen su horario? ¿Qué explotador detrás del explotador la trama empieza?

El grado máximo de perversión llega cuando los propios “rappitenderos” asumen la misión de promocionar los servicios de la empresa. En esos mensajes con corazones y fondo rosa se acabó el conflicto laboral; el rappitendero no es más que un ser al servicio de otros, que se muestra abnegado y feliz de “entregar con amor”. Huelga sí, perder clientes recién conquistados, no: el rappitendero gana poco, pero compensa sintiéndose jefe de su propio mostrador. Eso, por supuesto, le trae más tareas -pero no más ingresos. Las identidades aspiracionales cuestan caras.

 

El jueves 16/8 a las 16, durante la segunda jornada de #Comunes2018, vamos a estar conversando sobre trabajo e identidad en la era de las plataformas junto a Mariano Zukerfeld y Alejandro Galliano. Entrada gratis, + info en encuentrocomunes.com

 

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