El 2016 maker: el ascenso de las tecnologías bajas
Este post es parte de la serie #balance2016
En 2016 se hizo por primera vez en Buenos Aires la Mini Maker Faire, un formato global de feria para la comunidad maker que se replica -con un esquema de franquicias- en decenas de ciudades del mundo. Es el segundo evento de este tipo en el país; se suma a Interacción 3D, que ya completó cinco ediciones. Sucedió en junio en el Centro Cultural de la Ciencia (C3), liderado por José García Huidobro, fundador del CMD Lab y armando el Fab Lab Buenos Aires.
Allí se pudo ver el enorme arco que comprende hoy el movimiento maker. Las mayores atracciones para el público fueron la carrera de drones y el robot símil Arturito; pero había mucho más. Había trabajos de chicos tan chicos que estaban acompañados por sus padres, desarrollando soluciones para ayudar a los discapacitados visuales. También espacios maker naciendo en universidades y algunos stands de tecnologías analógicas, como la bioconstrucción, que usa barro como insumo principal, o híbridas, como la luthería. La innovación ya no está en mostrar tecnología más nueva, sino en aplicarla mejor: de manera más adecuada, accesible y mejor distribuida.
Cultura de la gambiarra y tecnologías bajas
En el encuentro Colaboramerica, que sucedió en noviembre en Río de Janeiro, se habló de la puesta en valor de la gambiarra, algo así como el equivalente del “lo atamo’ con alambre” argentino, pero con la escala casi de una filosofía nacional. En sentido literal, la gambiarra es la guirnalda de luces, pero se aplica a cualquier extensión eléctrica y, en general, a cualquier arreglo casero, improvisado, informal, en general de bajo costo y muchas veces no del todo legal. Se mencionó en varias sesiones la cultura de la gambiarra no como un disvalor sino, por el contrario, como una suerte de superpoder brasileño para resolver con lo disponible. Gabriela Agustini, la creadora del makerspace Olabi, mostró como ejemplo la lámpara solar hecha con botellas inventada por el brasileño Alfredo Moser, y habló de innovación “de baixo para cima”, de abajo para arriba.
Este «de baixo para cima» es la clave de la cultura maker, que se desarrolla impulsada por la apropiación de tecnologías cada vez más sofisticadas, pero también con un regreso y puesta en valor de tecnologías más básicas. El movimiento de low tech o tecnologías bajas propone precisamente resolver problemas con lo que se tenga al alcance de la mano. Va en la línea del concepto de tecnología adecuada o apropiada: según Wikipedia, “aquella tecnología que está diseñada con especial atención a los aspectos medioambientales, éticos, culturales, sociales y económicos de la comunidad a la que se dirigen”, y también “el nivel de tecnología más sencilla que puede alcanzar con eficacia el propósito buscado para esa localización concreta”. En general estas tecnologías resultan también más sustentables, ya que trabajan con materiales reciclados o económicos y energías renovables.
En 2016 en Argentina se vio una explosión y progresiva sofisticación y alcance de escala de talleres que proponen apropiarse de estas tecnologías bajas, y hacerlas de código abierto aun cuando ese «código» no sea informático. Estas tecnologías no son necesariamente nuevas; muchas, por el contrario, son tradicionales, casi recuperadas. El DIY (do it yourself, hacelo vos mismo) cobra un sentido más productivo cuando se convierte en DIWO (do it with others, hacelo con otros) en huertas permaculturales, bioconstrucción con barro o creación de soluciones con materiales reciclados, como los colectores solares de PET. Seguramente quienes participan de estos talleres no se presentarían como makers, pero está haciendo lo que necesitan con sus propias manos.
Lo difícil no es crear la solución, sino llevarla adonde hace falta
Con diferentes matices, en 2016 escuchamos esto de boca de Neal Gorenflo, de Trebor Scholz, de Mariano Fressoli. Hoy, como postula Jeremy Rifkin, las herramientas técnicas para hacer casi cualquier cosa se abaratan a velocidades exponenciales hasta hacerse cada vez más accesibles. Sobran ejemplos, especialmente en el universo maker: las prótesis que reparte Gino Tubaro o las de la organización e-nable; los nanosatélites argentinos low-cost de Satellogic. El mismo Rifkin, un optimista confeso, habla del ascenso del “procomún colaborativo”, donde habría acceso más simple a una “infraestructura de la autoproducción” con “costos marginales casi nulos”.
Y sin embargo, todavía existe el hambre, las epidemias de enfermedades que se previenen con agua potable, la esclavitud, la explotación, la plusvalía. El eslabón más sensible de la cadena parece ser no la creación de soluciones tecnológicas, sino la parte de llevarlas adecuadamente adonde se necesitan, de manera rápida, eficiente, clara, transparente y adecuada al entorno. Y también la de protegerlas de la codicia de las corporaciones, que contraatacan con patentes o leyes que favorecen los monopolios.
La hora de los makers cívicos
En el momento en que crece la conversación acerca de las smart cities y la internet de las cosas, donde las ferias de tecnología le ponen el mote de “inteligente” a una colección de juguetes electrónicos cada vez más superfluos (calzoncillo inteligente, espejo inteligente, piedritas para el gato inteligentes), muchos empiezan a oponer el modelo de ciudad inteligente con el de ciudadanía inteligente, o con el de ciudad colaborativa o compartible, donde la innovación es de base y colectiva. Y ahí es donde los makers -en su origen, puro entusiasmo individual do it yourself- se agrupan en un movimiento que tiene mucho para decir. ¿Quizás sea la hora de los makers cívicos?